Hoy en día es impensable imaginar una ciudad sin sus
modernos medios de transporte público
que ayuda a trasladar de un lado a otro de la población a cientos de miles de
personas cada día. Imaginaos qué sería de capitales como Nueva York, París, Londres o Madrid sin esos medios colectivos y
que en lugar de ellos la gente se moviese por la urbe con su medio de
locomoción propio (coche, moto, camión, bicicletas…) y ahora, haciendo un
pequeño esfuerzo aún mayor, imaginad que en lugar de esos medios de locomoción
que he mencionado fuesen caballos, mulas
o asnos los encargados de llevar de un lado al otro a todo el mundo.
Sí, evidentemente, ese modo de trasladarse ya se estuvo
usando durante la mayor parte de la Historia y los medios motorizados no se
hicieron presentes hasta hace apenas un siglo y medio. Hasta entonces, en todos
los lugares se utilizó a los animales
como medio de acarreo y transporte.
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El problema surgió cuando aquellas capitales (como las que
he citado anteriormente) empezaron a hacerse cada vez más grandes y a albergar
a numerosísimos habitantes, que transitaban por las calles trasladándose de un
lado al otro montados en algún equino o que uno de esos animales tirasen de sus
carros.
No es que se convirtieran en intransitables por la cantidad de coches de caballo o carromatos que
por allí circulaban sino que el problema más grave se originó por culpa de la
insalubridad que suponía las grandes cantidades de deposiciones efectuadas, por
los animales, en plena vía pública.
Dependiendo del tipo de animal y su tamaño, un caballo,
burro o asno puede llegar a defecar una media de entre 10 y 15 kilogramos de estiércol
diario. Había ciudades que podían asumir esas cantidades de deposiciones ya que
éstas eran recogidas inmediatamente y destinadas al mundo rural donde los
agricultores lo aprovechaban como magnífico abono que es.
Pero en ciudades como Nueva York, que creció
vertiginosamente, hubo un momento hacia el último cuarto del siglo XIX, en el que se producía más estiércol del que se
necesitaba, motivo por el que se trasladaba hacia las afueras de la ciudad
y se dejaba almacenado allí.
Según iba pasando el tiempo las montañas de estiércol se
hacían cada vez más grande, además de no dar abasto el personal
contratado para recogerlo y trasladarlo hasta los estercoleros, por lo que
había días y tramos de la ciudad en los que se quedaba acumulado.
Se calcula que en la década de 1890 habría en Nueva York
alrededor de un cuarto de millón de equinos, lo que arrojaba unas cifras astronómicas
en toneladas de estiércol diario (alrededor de tres millones de kilos de
deposiciones al día).
En los días calurosos el hedor que desprendía era
insoportable y los días de lluvia parte del estiércol era arrastrado por el
agua hasta los sótanos de muchas vivienda. A todo esto le debemos sumar los
litros de orina miccionados por los animales y la insalubridad que suponía la cada vez mayor presencia de ratas y
moscas atraídas por la suciedad y el escatol.
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En 1898 el alcalde de Nueva York, George E.
Waring, Jr., organizó una importantísima conferencia
internacional de planificación urbana en la que los representantes de
otras urbes aportaron ideas sobre cómo solucionar el problema del estiércol en sus
ciudades y donde se tomaron las oportunas medidas que ayudarían a acabar con el
caos.
Por un lado se empezó a construir numerosas viviendas en las
que desde la calle hasta la entrada al edificio había unas escaleras de acceso,
evitando así que el estiércol acumulado frente a uno de éstos no acabase
entrando dentro del edificio ni en sus sótanos.
También fue fundamental mejorar el sistema de alcantarillado,
para que parte del estiércol arrastrado por la lluvia fuese a parar allí y no a
los bajos de las viviendas.
Por otra parte se decidió fomentar el uso del transporte
público y se trazaron numerosísimas
líneas de tranvía (que ya llevaba en
uso desde mediados del siglo XIX, aunque por unas pocas calles) y se comenzó a cruzar
Manhattan de norte a sur y de este a oeste (evidentemente también a la inversa)
por la mayoría de sus calles principales.
Un mismo medio de transporte, como era el tranvía, tirado
por dos caballos podía trasladar a más de una cincuentena de personas en un
solo viaje, lo que evitaba que todas esos ciudadanos llevasen su caballo
propio, por lo que en poco tiempo se pudo reducir considerablemente el número
de animales presentes por las calles de Nueva York y, por lo tanto, las
cantidades de estiércol eran muchísimo menores, pudiéndose asumir la rápida
recogida.
Fuentes de consulta: diariodelviajero
/ Superfreakonomics / historiasdelahistoria
/ xatakaciencia
/ 30494445.weebly
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