Cuando alguien lee o habla sobre la Historia de España y, concretamente, de la época en la que bajo el
reinado de Felipe II era conocida
como el Imperio Español, frecuente
es escuchar la coletilla ‘donde nunca se ponía el Sol’, como
clara alusión a la gran cantidad de territorio que había repartido a lo largo y ancho del planeta y que estaba
bajo control de la Corona Española.
Felipe II destacó por ser un monarca ambicioso, con miras a
la expansión del Imperio a través de las múltiples exploraciones que auspició y
un hombre de grandes virtudes y defectos, estando éstos, a menudo, en un lado u
otro, todo dependiendo de quién era su contrincante.
Su gran rival era el potente Imperio Inglés, una nación que conocía a la perfección después de
haber estado reinándola durante cuatro años (como consorte, bajo el derecho ‘Iure uxoris’, de la reina María I
entre 1554 y 1558, año en el que falleció su esposa), y con el que mantuvo
continuos conflictos bélicos.
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La necesidad de convertir a España en el más grande de los
imperios provocó que continuamente se ideasen planes (desde singulares a
estrambóticos) para explorar y conquistar nueva tierras.
Una vez controladas las tierras al Oeste del Atlántico (el Nuevo Mundo, que hoy en
día conocemos como Continente Americano) y afianzadas las colonias en las Islas Filipinas (por aquel entonces llamadas
Islas Felipinas en honor a Felipe II), el monarca seguí
seguir explorando hacia el Este y poder tener el mayor control de todo el tráfico
comercial proveniente de Oriente. Para ello era necesario asentarse en una de
las principales naciones que allí había: China.
Todo un ambicioso proyecto que, a lo largo de un par de década (en el último
cuarto del siglo XVI), se intentó llevar a cabo en numerosas ocasiones, saliendo
de un cajón cada vez que se veía factible hacerlo y entrando de nuevo en el
mismo cuando se volvía a descartar.
Se contó con grandes expertos en exploraciones que hicieron innumerables
cálculos de cuál sería el coste de esa ambiciosa empresa y, sobre todo, de cuál
sería el efectivo humano y material para poder llevarlo a cabo.
Aunque se tenían ciertos conocimientos de cómo era China, se
desconocía casi por completo sus dimensiones, densidad de población y, lo que
es más importante, el potencial que esa nación podía tener. Los datos con los
que se contaba estaban basicamente aportados por el capitán Juan de la Isla, quien había
cartografiado la costa de China y ofrecido información geográfica de la zona,
que había quedado incompleta tras el fallecimiento de éste.
A pesar de ello, y con los datos que se disponían, se
trabajó en hacer factible una invasión. Los cálculos presentados indicaban que
era necesario reclutar a un mínimo de 20.000 hombres, de los cuales unos tres
cuartas partes podrían conseguirse en España y sus colonias y el resto de
soldados japoneses, tras un acuerdo con el shogunato de la era Muromachi
con la que se había establecido un importante intercambio comercial desde el
control en Filipinas.
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Japón se convertiría en un
valioso aliado, debido a que los nipones tenían un gran interés en controlar a
su histórico enemigo (China), prestando la ayuda necesaria para llevar a cabo
la invasión (la cual no sería posible sin la ayuda de una potencia militar como
era en aquellos momentos el Imperio Español).
Pero cada vez que el plan
salía del cajón y quería llevarse a cabo surgía algún contratiempo que obligaba
a retardar la ansiada invasión de China, la cual fue olvidada definitivamente
tras el estrepitoso desastre de la flota conocida como ‘Grande y Felicísima Armada Española’ (bautizada jocosamente por
los ingleses como ‘Armada Invencible’,
nombre que se ha popularizado por encima del otro) el 8 de agosto de 1588 cuando
se encaminaba hacia Inglaterra con el fin de deponer del trono a la reina
Isabel I (hermana de la que había sido esposa de Felipe II y que había heredado
el trono tras el fallecimiento de María I).
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