Intentos de
magnicidio, a lo largo de la Historia, ha habido miles. Algunos se pudieron
llevar a cabo y se han hecho inmensamente famosos y otras veces tan solo se han
quedado en simples o fallidos intentos (como las múltiples ocasiones en las que no se pudo acabar con la vida de personajes como Franco, Hitler, Fidel Castro, Churchill o Stalin).
De entre los mandatarios de todo el planeta los que se
llevan la palma son los presidentes de
los Estados Unidos, quienes en su práctica mayoría han sufrido algún tipo de
intento de atentado y aunque algunos sí que han fallecido por ello, docenas
son las ocasiones en las que se ha podido interceptar al magnicída a tiempo y
evitar que lograse su objetivo.
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en menos de tres semanas]
Uno de esos casos frustrados es el de Samuel Byck, un desempleado de 44 años al que le superó la precaria
situación laboral y económica por la que estaba atravesando y que en 1974, tras
padecer una serie de desórdenes psiquiátricos (por los que estuvo durante dos meses en
tratamiento en una institución mental), decidió que la mejor manera de
solucionar el futuro de su familia (estaba divorciado y tenía cuatro hijos) y del país sería atentando contra el presidente de los EEUU Richard Nixon, al quien culpaba de todos los males que le estaban
sucediendo y de tener un maléfico plan para oprimir a las clases trabajadoras y
personas sin recursos.
Desde hacía unos años Samuel Byck había comenzado a padecer
los mencionados trastornos que provocaron que perdiese su empleo como comercial
en una cadena de venta de neumáticos, así como todos los trabajos
que fue encontrando posteriormente.
Las teorías
conspiranoicas que llegó a creerse lo llevaron a escribir anónimos e
inundar los principales diarios con cartas al director en las que daba buena cuenta
de la supuesta trama maniobrada por la administración Nixon para evitar que los
trabajadores pudiesen prosperar.
También fueron numerosas las veces en las que se plantó
frente a la Casa Blanca u oros lugares de Washington DC y se
manifestó portando alguna pancarta contra el presidente.
Por todo ello en 1972 fue detenido en un par de ocasiones, investigado
y puesto en libertad. El servicio secreto no encontró motivos razonables para preocuparse
y tomaron
a Samuel Byck como un simple y pobre desequilibrado incapaz de hacer daño a nadie.
Pero la gota que colmó el vaso en la desesperación de Samuel
Byck fue cuando, a inicios de 1974, se le denegó un préstamo que había solicitado a un estamento dependiente
de la administración. Con ese dinero planeaba montar su propio pequeño negocio,
pero la negativa a concederle el crédito echaba por tierra todos sus planes de
poder salir de la precaria situación laboral y económica en la que se encontraba.
Tenía que hacer algo para solucionarlo y lo mejor sería
acabar con el principal responsable: matar a Richard Nixon.
[Relacionado: El jubilado de correos que estuvo a punto de
asesinar a JFK]
Tramó un plan al que bautizó como ‘Operación Caja de Pandora’ y que consistiría en fabricar una bomba
casera, secuestrar un avión en el cercano aeropuerto
de Baltimore-Washington y, a punta de pistola, obligar al piloto a volar en
dirección a la Casa Blanca y hacer que estrellara el aparato contra la
residencia oficial del presidente.
Le animó a realizar este tipo de atentado el ver en las
noticias el caso del joven soldado de 20 años de edad, Robert K. Preston, que había
aterrizado un helicóptero en los jardines de la Casa Blanca el 17 de
febrero de 1974.
Cinco días después, Samuel Byck puso en marcha su plan para
acabar con la vida del presidente.
A primera hora del 22 de febrero hizo llegar a Jack
Anderson,
periodista del Washington Post, una
cinta de audio en el que le informaba que en pocas horas atentaría
contra la Casa Blanca con un avión que pensaba secuestrar. Acto seguido se
dirigió al aeropuerto con la intención de subir al primer vuelo que despegase.
No tenía dinero para comprar un billete de avión, así que tendría que intentar
colarse en él a las bravas. Cuando intentaba acceder a una de las puertas de
embarque lo interceptó un guardia de seguridad al que abatió de un tiro y
corrió hacia un DC-9 que estaba preparándose para despegar en dirección a
Atlanta.
Una vez en el avión amenazó a la tripulación con hacer
explotar la bomba que llevaba consigo si no lo dejaban acceder a la cabina de
control. Allí, a punta de pistola, intentó obligar a que despegaran, pero los
pilotos se negaron a hacerlo ya que no se había terminado de realizar todas las
comprobaciones rutinarias antes de iniciar un vuelo y además advirtieron que
las ruedas continuaban atrancadas (con las cuñas que se colocan para que no se
pueda mover un avión).
En un acto de desesperación al ver que no le hacían caso, Samuel
Byck disparó a los dos pilotos y obligó a una de las azafatas a que tomase los
mandos y despegase el avión.
Mientras todo esto sucedía la policía ya había sido avisada
y unos agentes se dirigieron hacia el avión, pudiendo acceder a él. Byck se
atrincheró en la cabina, no permitiendo que pudieran entrar los policías, pero cuando vio que ya no tenía escapatoria alguna acabó con su vida pegándose un
tiro en la cabeza.
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