Cuando la excéntrica aristocracia británica del siglo XVIII contrató ermitaños ornamentales para vivir en sus jardines

A lo largo y ancho de Inglaterra numerosas son las fastuosas
villas, de acaudalados aristócratas, en las que además de tener como vivienda una
impresionante mansión a esta le rodea un esplendoroso y gigantesco jardín. Unas
propiedades que desde hace varios siglos pertenecen a ese selecto y exclusivo
sector de la sociedad británica y que, debido a sus excentricidades, se puede
observar en ellas algunos elementos que llaman realmente la atención.

Uno muy común en ese tipo de jardines era la incorporación
de una pequeña cueva o ermita, que recordaba a las que en realidad había perdidas
por las montañas. El excentricismo de
los aristócratas
les llevó a contratar a personas para que residieran en
ese lugar de su jardín y como si de un ermitaño ornamental se tratara, a cambio
de recibir una paga, además de manutención un lugar donde vivir.  

Fue una práctica muy común que empezó a ponerse de moda
hacia mediados del siglo XVIII y que a lo largo de casi un siglo se realizó en
la mayoría de ese tipo de propiedades y hacia la década de 1830 los gustos y
modas cambiaron en la sociedad británica, quedando en desuso y anticuado el tener un ermitaño ornamental en el jardín.

Los excéntricos aristócratas recibían visitas de ilustres e
importantes amistades y les hacían un pequeño tour por las posesiones,
mostrando los grandilocuentes jardines y llegando a la guinda del recorrido que
era la cueva, ermita e incluso chozas en la que encontraban a uno de aquellos
ermitaños ornamentales.

Debían comportarse y actuar dentro del papel para lo que se
les había contratado, ser unos simples ermitaños. Evidentemente, los curiosos
visitantes intentaban entablar algún tipo de conversación para conocer la vida
y modo de pensar de esos personajes y el ermitaño de turno acababa filosofando
y hablando de lo humano y lo divino, algo que no era habitual en los verdaderos
ermitaños que residían en las montañas, quienes buscaban la soledad y silencio
absoluto.

Aquellas visitas por los jardines se convertían en toda una
experiencia para los invitados que se sumergían en una curiosa performance
teatral.

Aunque esta práctica fue más común en las propiedades de
Inglaterra, también se dieron algunos casos en Irlanda, Escocia y Gales, pero
en una proporción mucho menor. También en algunos lugares de la Europa
continental (como Alemania) se copió esta moda.

Eso sí, no siempre se conseguía contratar a verdaderos
ermitaños para que residieran en aquellos lugares y bastantes eran los casos en
los que el amo de la propiedad (cuando esperaba la llegada de invitados)
mandaba transformarse en ermitaño ornamental (temporalmente) a alguno de sus
trabajadores (un jardinero o lacayo), que debían interpretar dicho papel
durante el tiempo que duraba la visita.

Las ropas sucias y desgarradas, el ir descalzos e incluso el
ofrecer un aspecto sucio y desaseado (despeinado, sin afeitar…) daban un punto
extra a toda aquella falsa representación y lo hacía más creíble.

Pero tal y como llegó la excéntrica moda de tener residiendo
en el jardín un ermitaño ornamental, ésta desapareció en la década de 1830,
cuando las tendencias y gustos cambiaron por completo y empezó a considerarse
de mal gusto y anticuado tenerlos. Muchos de esos jardines fueron rediseñados y
modificados, pero algunos lo que hicieron fue readaptarlos con figuras (comúnmente
de arcilla) que los representaban. Algunos expertos opinan que, muy
posiblemente, con el tiempo todo eso derivó en el origen de colocar las
pequeñas figuras de duendes o enanitos repartidos por algunos jardines.

Fuente de la imagen: Wikimedia
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