El empresario tabaquero George Hull había estado tramando durante más de dos años un perfecto plan que, de salir bien, le reportaría una importante suma de dinero. Había dedicado gran parte de ese tiempo en estudiar arqueología y paleontología; unos conocimientos que quería aplicar en el engaño que tan perfectamente tenía planificado.
En una cantera de Iowa compró un enorme bloque de yeso, cuyo peso superaba los mil quinientos kilos, y mandó trasladarlo secretamente hasta Chicago, donde Edward Burghardt y sus ayudantes tallarían una figura humana de tres metros y diez centímetros de altura.
La talla debía representar a un hombre de gran altura y con detalles tan significativos como las fosas nasales, costillas, uñas e incluso atributos sexuales. Burghardt y su equipo trabajaron en secreto a lo largo de las siguientes semanas y fueron generosamente retribuidos por su excelente trabajo y, sobre todo, por su silencio y discreción.
En noviembre de 1868 Hull trasladó la talla del gigante hasta un terreno propiedad de su primo, granjero de profesión, William Newell y que se encontraba en una aldea cercana a la población de Cardiff, en el Estado de Nueva York. Allí fue enterrado con la intención de que adquiriese un aspecto envejecido, tras aplicarle varios líquidos y tintas.
Hull, escéptico y ateo convencido, sabía que si se encontraba los restos de un gigante (como si de un hallazgo arqueológico se tratase), podrían conseguir que hasta allí acudiesen centenares de personas para ver tal maravilla y a las que cobrarían el precio de la entrada.
Unos recientes hallazgos arqueológicos en aquella zona, sumados al fuerte convencimiento que había despertado entre los feligreses de la comarca los sermones ofrecidos por los reverendos metodistas que, basándose en el Génesis 6:4, aseguraban la existencia de gigantes en el pasado (los nephilim fue un pueblo de gigantes y titanes mencionados en la Biblia), reforzarían los argumentos de los primos y nadie se atrevería a señalar el hallazgo como un engaño.
Tras cerca de un año enterrado, el 16 de octubre de 1869, unos operarios contratados para cavar un pozo junto a la casa de William Newell fueron testigos de un sorprendente hallazgo… A poco más de un metro de profundidad apareció algo que tenía la forma de un pie humano, pero de unas grandes dimensiones.
Rápidamente fueron avisadas las autoridades de la comarca, quienes asistieron con entusiasmo a los trabajos de desentierro de los restos petrificados de un descomunal gigante.
Al tratarse de un lugar cuya propiedad era de titularidad privada, tal y como marcaban las leyes de aquel entonces, el dueño de dicho terreno era el propietario legítimo de todo aquello que se encontrase dentro de su finca y, por lo tanto, Newell quedaba autorizado a su explotación.
Y así sucedió. En pocos días la pequeña aldea de Cardiff se había llenado de miles de curiosos que querían ver de cerca al famoso gigante del que todos los diarios hablaban. El precio de 25 centavos que se cobraba por entrar a visitarlo pasó a costar el doble a raíz del rotundo éxito y los primos George Hull y William Newell estaban ganado una pequeña fortuna.
Las importantes medidas de seguridad que habían instalado en la carpa donde mostraban al fosilizado «Gigante de Cardiff» hacían imposible que nadie pudiese darse cuenta de que se trataba de una vulgar talla realizada en yeso y cuyo aspecto (tras un año enterrado) era parecido al de cualquier otro hallazgo arqueológico.
Pocas semanas después Hull y Newell recibían la visita de unos importantes inversores que presentaron una oferta por la adquisición del gigante por la suculenta cifra de 30.000 dólares. Sin pensárselo dos veces los afortunados primos decidieron vender y el gigante fue trasladado hasta la cercana población de Siracusa, de la que provenían los compradores. Fue allí donde un experto en paleontología descubrió el engaño y destapó la gran farsa, demostrando que se trataba de una talla realizada en yeso en la que se podían observar las marcas del cincel.
A pesar de este contratiempo, el banquero David Hannum (impulsor principal de la adquisición del gigante) decidió exponerlo al público e intentar recuperar la inversión realizada y su decisión fue totalmente acertada, ya que la gente seguía acudiendo en masa a contemplar tal maravilla, lo que les generó unas ganancias muy superiores a las previstas.
Por aquel entonces, P. T. Barnum, el gran promotor y empresario que gestionaba los mayores espectáculos en los que se mostraba las criaturas más increíbles del planeta, realizó una oferta de compra del gigante por 50.000 dólares, pero fue rechazada debido a los importantes beneficios que estaba aportándoles.
No satisfecho por la negativa, Barnum mandó tallar un gigante que fuese exactamente igual y lo expuso junto a un cartel que anunciaba que ese era el verdadero ‘gigante de Cardiff’.
Hannum llevó a juicio a Barnum, pero el juez desestimó la demanda debido a que no podía acusarlo de exponer algo falso cuando el otro también lo era.
Por este motivo y a pesar de haber pasado cerca de un siglo y medio, los dos falsos gigantes de Cardiff siguen exhibiéndose, con una multitud de visitantes que siguen acercándose a los respectivos museos donde están expuestos.
Fuentes de consulta: historybuff / archaeology