Los desmadrados presos de la alegre prisión de Pont-l’Évêque

Posiblemente a muchos de vosotros os haya llamado la atención el título del post de hoy, ya que en él se incluyen dos conceptos que casan poco entre sí: ‘alegre’ y ‘prisión’, pero no, no me he equivocado ya que esta entrada está dedicada a un peculiar centro penitenciario que, durante cuatro años, estuvo bajo el control y desmán de los propios presos.

Pero esto no ocurrió porque se habían amotinado o debido a algún tipo de chantaje que hacían hacia los funcionarios o la institución, todo lo contrario. Se llegó a esa situación debido al proceder poco ortodoxo y nada profesional del alcaide que fue a ocupar ese puesto, hacia finales de la década de los años 40, y gracias a su connivencia con los reclusos, lo cual les permitió campar a sus anchas por todas las dependencias de aquel lugar, como si de los propietarios se tratase.

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Fernand Billa, la persona que fue enviada como máximo responsable de la prisión de Pont-l’Évêque (en la Baja Normandia), era un hombre muy dado al juego, las juergas y las borracheras, lo cual le llevó a tener un trato anárquico dentro del recinto, tanto con los funcionarios a sus órdenes como con los propios reos. Allí no había normas ni leyes que cumplir, siempre y cuando todos se respetasen y nadie cometiese abusos delictivos dentro ni fuera de la prisión.

Y digo fuera ya que todas las puertas del lugar estaban abiertas (tanto las de las celdas como la entrada principal). De allí podía salir y entrar quien quisiera, con la condición de volver a las horas establecidas para comer, dormir o cumplir las labores propias de aquel sitio.

Tenían un pacto entre caballeros que cumplían tanto los funcionarios como los presos y era que estos últimos no intentarían fugarse o desaparecer sin haber cumplido la condena en su totalidad y la administración de la cárcel a cambio se comprometía a no aplicar castigo alguno.

Pero llegó un momento en que todo este asunto se le fue de las manos a Fernand Billa y los presos fueron adquiriendo cada vez más poder y cuota de decisión dentro de la prisión, siendo finalmente ellos los que decidían y cortaban el bacalao sobre la administración y todo lo que incumbía en Pont-l’Évêque.

Comenzaron a ocupar los puestos que corresponderían a los funcionarios e incluso serían los encargados de pagar sus nóminas. Alguna crónica en la prensa de la época destaca que en más de una ocasión, y a modo de guiño, el preso encargado de dar la paga a los trabajadores penitenciarios les había comentado que aquel no era un trabajo muy bien retribuido.

Todas las celdas disponían de radios y se instaló una cantina que estaba provista de un buen surtido de vinos y licores.

Poco a poco los funcionarios se fueron convirtiendo en los sirvientes de los presos, algo a lo que no le ponía remedio el alcaide Billa, quien hacía la vista gorda a la hora de ver como sus trabajadores tenían que servir a los reclusos incluso el desayuno en la cama.

Cabe destacar que los presos que habían sido llevados a la prisión de Pont-l’Évêque estaban allí cumpliendo condena por delitos menores.

El hombre que tomó el control entre los presos fue René Grainville, un delincuente de poca importancia que había trabajado antes de la IIGM como periodista, poeta y escritor, algo que le valió el apodo de ‘el intelectual’.

El intelectual y su grupo más afín de presos eran los que mejor vivían en la prisión y quienes acabaron teniendo la sartén por el mango (siempre bajo la autorización de Fernand Billa). Salían y entraban a su antojo, montaban bailes, timbas de juego y llevaban una vida de lo más libertina.

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Fachada principal de la prisión de Pont-l’Évêque (wikimedia commons)

Pero algunas cosas cambiaron el día que llegó a la prisión René Girier (considerado el delincuente nº 1 de la época).

Girier fue trasladado a esta prisión debido a que se había fugado de todas por las que había pasado anteriormente.

Evidentemente, las pertinentes autoridades policiales y judiciales desconocían lo que en aquel lugar se cocía, pero sí tenían la convicción de que sería una prisión muy segura para encerrar a René Girier, visto que no se había producido ni un solo intento de fuga en los últimos años.

René la Canne (tal y como se le conocía al nuevo preso) pertenecía a un grupo mafioso que se había creado en la Francia de la posguerra. No era peligroso, pero tenía un especial carácter que hacía que se le tuviese que echar de comer aparte (por decirlo de algún modo).

Como la Canne tenía la costumbre de fugarse de cuanta prisión era encerrado (se había convertido un experto en fugas) decidió que de aquella también debía escaparse, pero en lugar de hacerlo por la puerta (que estaba abierta), tramó un elaborado plan de fuga, con limado de barrotes incluido.

No tardó de ser apresado de nuevo, pero este hecho lo que propició es que, durante la investigación sobre lo sucedido, descubriesen el tinglado que los presos, junto al alcaide Billa, tenían montado en la prisión. Como es natural, Fernand Billa fue destituido de su puesto, juzgado y encerrado, así como un grupo de funcionarios que permitieron todos los desmanes llevados a cabo allí a lo largo de cuatro años.

Curiosamente, la mayoría de los presos a los que se les juzgó por este asunto salieron absueltos y fueron declarados inocentes. Tras conocerse el caso, fue la prensa de la época quien bautizó este caso como ‘la alegre prisión de Pont-l’Évêque’.

Fuentes de consulta: patrimoinecarceral / elbauldejosete / hemeroteca.lavanguardia / pontleveque