El 23 de febrero de 1981, al oír los disparos y el grito de «¡Todo el mundo al suelo!» que espetó el Teniente Coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero al irrumpir en el Congreso, la práctica totalidad de los diputados que se encontraban en el hemiciclo en ese instante se escondió tras el escaño. Solo tres personas se mantuvieron sentadas: Adolfo Suárez, el vicepresidente Gutiérrez Mellado y, el por entonces secretario general del PCE, Santiago Carrillo.
Ese acto les valió el reconocimiento de la prensa mundial, que ensalzó de la valentía mostrada en uno de los momentos más angustiosos que había vivido la joven democracia española.
Muchas fueron las hipótesis sobre el verdadero motivo por el que Carrillo continuó sentado e hizo caso omiso a las instrucciones de los golpistas. La versión oficial, según el propio protagonista, es que estaba convencido de que aquella sería su última noche con vida, puesto que era un objetivo de la ultraderecha, y quiso afrontar la muerte con la máxima dignidad posible.
Pero hay otra teoría, que formula el escritor Javier Cercas, en su libro ‘Anatomía de un instante’. Más allá de la hipótesis del gesto de dignidad que defiende Carrillo, lo enfoca desde la perspectiva política y el crédito que le quedaba a su carrera tras haber pactado con Suárez la entrada del PCE en el proceso democrático del país.
En aquellos momentos Adolfo Suárez acababa de dimitir como presidente del gobierno tras perder prácticamente todo el apoyo de sus correligionarios tras pactar con los comunistas, exactamente lo mismo que ocurría con la figura del dirigente comunista, a quien el ala más radical de su partido no le había perdonado el haber vendido los ideales marxistas a la derecha española a cambio de la legalización.
Carrillo y Suárez eran dos cadáveres políticos cuya única salida era permanecer estoicos en sus escaños.
Según Cercas, fue ver que Suarez se mantenía erguido lo que convenció a Carrillo de que él también tenía que resisitir. Gutiérrez Mellado era militar, y no solo no obedeció a los golpistas sino que se enfrentó a ellos para llamarlos al orden con firmeza: un guardia civil intentó derribarlo y, pese a la avanzada edad del general, fracasó. En cuanto a Carrillo, años de exilio y resistencia le habían preparado para este momento.
Pero Suárez no era más que un político, un hombre del aparato desacostumbrado a la violencia. A ver ese gesto de valentía quizás absurdo, Carrillo entendió que no podía ser menos que el hombre a quién había ligado su destino político.
Carrillo está sentado en el primer escaño de la séptima fila del ala izquierda del hemiciclo, justo enfrente y debajo de él, en el primer escaño de la primera fila del ala derecha, se sienta Adolfo Suárez. Cuando empiezan los disparos, el primer impulso de Carrillo es el que dicta el sentido común: de la misma forma que lo hacen los compañeros de la vieja guardia comunista sentados junto a él, que igual que él ingresaron en el partido como quien ingresa en una milicia de abnegación y peligro y han conocido la guerra, la cárcel y el exilio y quizá sienten también que si sobreviven al tiroteo serán pasados por las armas, instintivamente Carrillo se dispone a olvidar por un momento el coraje, la gracia, la libertad, la rebeldía o hasta su instinto de actor para obedecer las órdenes de los guardias y protegerse de las balas bajo su escaño, pero justo antes de hacerlo advierte que frente a él, debajo de él, Adolfo Suárez sigue sentado en su escaño de presidente, sólo, estatutario y espectral en un desierto de escaños vacíos. Y entonces, deliberadamente, reflexivamente -como si en un solo segundo entendiera el significado completo del gesto de Suárez-, decide no tirarse.
De Jacques Giscard a Alfredo Solares
El reciente fallecimiento de Santiago Carrillo se lleva a uno de los pilares fundamentales de la política española durante la transición, ocho meses después de que lo hiciera otro insigne de la política en nuestro país: Manuel Fraga. Dos polos opuestos que sentían una gran admiración y respeto el uno con el otro.
El que fuera Secretario General del PCE durante sus años de exilio a causa de la dictadura franquista es sin duda un personaje que ha dejado tras de sí un buen número de anécdotas que lo han acompañado a lo largo de sus 97 años de vida.
Hijo de un importante dirigente socialista de su época, Santiago Carrillo se involucra en política siendo apenas un adolescente, llegando a la secretaría general de las Juventudes Socialistas de España a la edad de 19 años, en plena Segunda República y dos años después, previo al estallido de la Guerra Civil asumía el mismo cargo pero en la formación resultante de las JSE y JCE tras su unificación.
A pesar de que nunca han existido pruebas que lo relacionasen directamente, la extrema derecha señaló a Carrillo como máximo responsable de las matanzas de Paracuellos del Jarama, todo ello proviniendo de los años 60 en el que el régimen franquista lo responsabilizó de tales actos, tras ser nombrado Secretario General del PCE durante sus años de exilio.
Santiago Carrillo pasó prácticamente toda la dictadura fuera de España, viviendo la mayor parte de tiempo en Francia, desde donde ayudó a organizar las fuerzas de resistencia antifascistas, más conocidos como maquis.
En el país galo adquirió una nueva identidad, la de Jaques Giscard, contable de una empresa que se veía obligado a viajar continuamente hacia otros países (Unión Soviética, Argentina, Estados Unidos, Argelia o México), instalándose definitivamente en París, desde donde dirigió el partido desde la clandestinidad.
La muerte del dictador Franco y el aperturismo político ejercido por Adolfo Suarez propiciaron varios encuentros secretos entre Carrillo y destacados miembros del gobierno, que veían con buenos ojos la legalización del partido comunista y la vuelta a España de su secretario general. A pesar de todo, fue detenido en un par de ocasiones durante sus visitas camufladas a nuestro país con un DNI falso realizado por Domingo Malagón, en aquellos momentos el mejor falsificador de documentación que se encontraba en el exilio.
Las visitas que realizó a nuestro país las hizo ataviado de un peluquín y bajo la identidad de Alfredo Solares Martínez, un ingeniero de profesión que regresaba a España tras un viaje de negocios. El peluquín se convirtió en todo un símbolo, siéndole devuelto oficialmente (veinte años después) por el gobierno de José María Aznar, el 1 de octubre de 1996.
Fraga y Carrillo, una complicidad improbable
La legalización del PCE y regreso de Carrillo a España no estaba bien visto por un gran número de franquistas que todavía ejercían un gran poder dentro de las instituciones políticas y el presidente Suarez fue duramente criticado por ello, encontrando un gran apoyo en Manuel Fraga, ex ministro y en aquellos momentos líder del partido conservador Alianza Popular.
Fraga ayudó a Carrillo a poder presentarse frente a los miembros del, por entonces, exclusivo Club Siglo XXI, donde dio una conferencia sobre eurocomunismo y que provocó que un gran número de socios se diesen de baja. Fue ahí donde comenzó a forjarse una amistad entre ambos políticos que perduró a lo largo de tres décadas.
A pesar de que la transición empezó con a abrir las puertas a la democracia y la normalización política en país, a Santiago Carrillo aún le tocaría pasar por algunos malos tragos, aparte del ya mencionado en la noche del 23F. El 16 de abril de 2005, a los 90 años de edad y mientras se encontraba en la librería Crisol de Madrid en la que realizaba la presentación del libro, del historiador Santos Juliá, «Historias de las dos Españas», un grupo de ultraderechistas entró en el local, siendo víctima de varias agresiones.
Santiago Carrillo llevaba retirado de la política activa cerca de 15 años, pero sus colaboraciones en prensa (sobre todo en radio) y conferencias las mantuvo casi hasta el final de sus días. Con su fallecimiento desaparece uno de los pilares que ayudaron a construir el estado de bienestar y democrático que hemos disfrutado en nuestro país en las últimas tres décadas.