En la actualidad podemos encontrarnos en cualquier profesión de riesgo a mujeres intrépidas, valientes y con un gran coraje que lo ejercen con normalidad y gran dedicación. Pero hubo un tiempo en el que determinados oficios sólo estaban autorizados a los hombres, entre ellos el de bombero.
A mediados del siglo XIX, cuando todavía no había ninguna mujer ejerciendo de bombero en Norteamérica, se produjo el relato que hoy os traemos al Cuaderno de historias y que fue protagonizado por Elizabeth Hitchcock, una joven que sentía autentica fascinación por el oficio de apagar fuegos y al que estuvo vinculada por el resto de su vida.
Lillie, como todos la llamaban, pertenecía a una de las familias más acomodadas de la ciudad de San Francisco y siendo una adolescente vivió junto a su padre la terrible experiencia de verse atrapados en un incendio mientras se encontraban alojados en un hotel. La valiente actuación de los bomberos que los rescataron fue el factor determinante para que ella quedase prendada por ese oficio y sus componentes.
Por aquel entonces, el vehículo que utilizaban los bomberos para transportar la bomba de agua eran carros tirados por un caballo, pero las empinadas calles de la ciudad de San Francisco dificultaban la tarea, lo que les hacía tener que tirar a ellos mismos y llegar en algunas ocasiones más tarde de lo deseado.
Cierto día de 1858 Lillie volvía de estudiar cuando se cruzó con un grupo de bomberos que se dirigía a apagar un incendio, y cinco miembros del cuerpo intentaban tirar el carro-bomba por una empinada calle. La joven de 15 años soltó sus libros y gritando empezó a animar al resto de ciudadanos para que ayudasen a empujar y entre todos conseguir llevar la bomba de agua hasta arriba.
Ella fue una de las primeras que se puso a tirar de la cuerda, demostrando su coraje. A partir de ese momento la pequeña Lillie se convirtió en miembro honorario del colectivo de bomberos de la ciudad de San Francisco.
A pesar de la oposición de sus progenitores, la muchacha acudía a todas y cada una de las llamadas de auxilio, allá donde se producía un fuego y, aunque no pertenecía al cuerpo de bomberos, ellos le dejaban que les echase una mano, realizando pequeñas tareas de suma importancia.
El inicio de la Guerra de Secesión fue una excusa perfecta para llevarse de viaje a Europa a Lillie y así alejarla de esa extraña afición que tan poco agradaba a sus padres y era tan mal vista por los ilustres miembros de la sociedad burguesa con la que se codeaban.
La joven tenía 18 años y varios eran los candidatos idóneos con los que casarla, por lo que el viaje (que duró tres años) sería ideal para refinar las formas y modales de Lillie y traerla de vuelta como una autentica señorita de la alta sociedad.
Pero a la vuelta de su viaje a París y otras importantes capitales europeas la joven volvió a las andadas y puso como condición a Howard Coit, el elegido para ser su esposo, que ella siguiera colaborando con los bomberos de la ciudad.
La independencia económica que le proporcionó el estar casada fue de gran ayuda para que donase importantes cantidades de dinero a la hora de renovar vestuario y/o equipamiento del cuerpo de bomberos de la ciudad y organizando banquetes en los que invitaba a todos los miembros tras cada incendio.
El joven matrimonio se instaló a vivir en una lujosa suite del Hotel Palace de San Francisco y pasaban largas temporadas viajando alrededor del mundo. Su excelente posición les llevó a ser recibidos por el mismísimo Maharajá de la India o acudir a una fiesta organizada por Napoleón III.
Pero tras regresar de cada uno de sus viajes, Lillie se incorporaba a sus pequeñas tareas de ayuda a los bomberos, convirtiéndose en una más del equipo.
Lillie Hitchcock Coit tuvo la suerte de disfrutar de dos tipos de vida: la acomodada, en la que asistió a grandes fiestas y eventos, le permitió realizar grandes viajes y llevó lujosos vestidos y joyas; y la emocionante, en la que colaboró en la extinción de un gran número de incendios codo a codo con los bomberos de la ciudad, vistiendo pantalones (en aquel tiempo solo los llevaban los hombres) y realizar tareas que a ninguna otra mujer se le permitía.
Tras su fallecimiento en 1929, a los 85 años de edad, dejó gran parte de su fortuna a la ciudad de San Francisco, con la voluntad de que se invirtiese en infraestructuras y mejoras de los servicios. Por su parte, las autoridades de la ciudad erigieron un monumento en el que aparecen unos bomberos portando una mujer en brazos y una torre de avistamiento, conocida con el nombre de ‘Coit tower’.
Fuentes de consulta: guardiansofthecity / sfmuseum / myhero