Tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, los gobernantes de las potencias ganadoras
del conflicto bélico (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos e Italia) se
reunieron en París y a través de una serie de tratados (de ‘Versalles’, ‘Saint-Germain-en-Laye’,
‘Neuilly’, ‘Trianon’ o ‘Sèvres’) crearon la ‘Liga de Naciones’ y estipularon una serie de acuerdos sobre cómo
debía de ser el futuro del planeta (para evitar nuevas grandes guerras, aunque
de poco sirvió) y con intención de repartirse
el control sobre otras naciones y colonias (sobre todo de aquellos imperios
que, tras la Gran Guerra, habían dejado de serlo, como el austrohúngaro o el otomano).
En ese reparto de la ‘gran
tarta’, el Reino Unido tenía gran interés y ambición por controlar algunos
territorios en África y Asia, para así poder
seguir expandiendo la política colonialista que Gran Bretaña llevaba
realizando desde hacía varios siglos.
Mediante la firma del ‘Tratado
de Sèvres’, que tuvo lugar en la mencionada población francesa el 10 de
agosto de 1920, se acababa con la presencia del Imperio Otomano en suelo europeo, algunos de sus territorios en
Asia pasarían a ser naciones independientes y otras a ser protectorados o
colonias, como fue el caso de Mesopotamia
(actual Irak) que quedó bajo el control británico.
Se iniciaba así el conocido como ‘Mandato británico de Mesopotamia’, el cual era una ratificación de
lo acordado durante la ‘Conferencia de San
Remo’ (abril 1920) y que duraría un periodo de trece años y que le otorgaba
a Gran Bretaña el control sobre el canal de Suez, el golfo Pérsico y los abundantes
recursos petrolíferos de aquella región.
Pero nada más anunciarse la ocupación británica en aquella
zona comenzó el malestar entre la población, iniciándose una serie de revueltas
callejeras que acabó en una insurrección
popular contra los colonialistas por parte de ciudadanos de diferentes
etnias y religiones presentes en Irak (chiíes, sunitas, kurdos…).
Conocida como la ‘Gran
revolución iraquí de 1920’, a lo largo de cinco meses se produjeron numerosas
manifestaciones que desembocaron en una rebelión armada, con la que se
pretendía conseguir la independencia colonial.
En aquellos momentos, Winston
Churchill estaba al frente de los ministerios de Guerra y Aire, teniendo
una especial atención en atender los problemas surgidos a raíz de la ‘Guerra de Independencia irlandesa’, que
se inició en enero de 1919 (coincidiendo con su nombramiento como ministro).
Por tal motivo, con el fin de frenar la revuelta iraquí sin tener que enviar hasta allí un gran contingente
militar, Churchill optó por cortar de raíz dicho conflicto autorizando el uso de armas químicas contra los insurgentes.
Según consta en documentos gubernamentales británicos
(descatalogados en 2014) alrededor de veinte
mil proyectiles de ‘gas mostaza’ (excedentes de la IGM) fueron lanzados
sobre la población civil durante la revolución iraquí de 1920, provocando algo
más de diez mil víctimas mortales.
Esto fue decisivo para que la imagen de Churchill se
resintiera y pasara un periodo de horas bajas (un par de años después llegaría
a perder incluso el escaño como diputado), manteniéndose en el cargo de
ministro de Guerra y Aire unos pocos meses más y en febrero de 1921 sería nombrado
‘ministro para las Colonias’ (que
ocuparía tan solo durante un año). Un cargo de los denominados como ‘de menor
relevancia’.
Cabe destacar que, un año antes de ordenar el gaseado de los
iraquíes, Churchill ya se había declarado abiertamente a favor de utilizar ese
tipo de armas sobre la población civil e incluso había lanzado algunas en el
norte de Rusia contra las fuerzas bolcheviques, durante la Guerra civil rusa
con el fin de ayudar al ‘movimiento blanco’ del depuesto imperio zarista.
Por aquel entonces Winston Churchill ya había sido claro sobre
cuál era su opinión respecto al uso de armas químicas, realizando la siguiente
declaración: ‘No entiendo esta aversión
al uso del gas. Apoyo firmemente el uso de gas venenoso contra tribus
incivilizadas’.
Fuente de la imagen: Flickr
Más historias que te pueden interesar: